Déjame decirte que esto no es una carta no enviada, que tu ausencia, como la cerveza, rubia, no me ha subido a la cabeza, que no me tiembla el pulso y el alma cada vez que una imagen tuya me viene a la retina, a la memoria. Mentira.
Y es que tengo que empezar a acostumbrarme a no tenerte, a no buscarte para que no me duelas, y creo que te haces una idea, pero esta presión en el pecho, este vacío se me hace insoportable, es casi tan grande como lo nuestro. Mentira, lo es aún más.
Y sigo sin poder dormir porque te has ido, pero no de mi sesera, sigues naufragando en mis venas, sigues dando tumbos entre las mismas cuatro paredes de siempre, pero ahora dejas un sabor amargo que me corta la respiración y me hace tiritar. Y este frío no lo cura el invierno, tan lejano como tú ahora, tan desolador como el recuerdo de aquella calle interminable que nos pedía quedarnos, que nos llamaba de espaldas y que llegó a su fin mientras te girabas por última vez para contemplar cómo me rompía, cómo esos pedazos que quedaban se iban por la alcantarilla arrollados por fuentes subterráneas que emanan de mis ojos. Y tenía el grifo cerrado.
Sé que no eres consciente, pero le pido a tu imagen incorpórea que no vuelva, que deje de arrancarme a cada instante todo lo que soy, todo lo que me hiciste ser, todo aquello que me salva. Que regrese, sí, pero cuando no me quite el aliento cada vez que hace presencia, porque el mantener la mente ocupada, como aquellos que dicen, no sirve de nada si en cada parpadeo me asaltas cuando voy indefensa, y ya no sé qué hacer si mi cuerpo, si mi carcel se empeña en atarme de pies y manos ante lo indecible que esconde el alma tras tu marcha. Solo tú, y el viento que pasa, eso no cambia, perdura en lo más alto de lo inalcanzable, de lo incomprensible, de lo irremediable. Y el viento pasa, pero ya no me lleva con él como antes, tan solo le da un respiro al duelo, una tregua a la batalla, y me abandona