No me da miedo volar. Realmente me gusta la sensación de vértigo que provocan las alturas, sentir el viento descolocándolo todo, el sol brillar en lo alto del cielo acariciando la piel, envolviéndote en su calor efímero a su ausencia. No, definitivamente he creado una adicción a ese estado, a sentir el alma con ansias por salir del pecho, a ese leve cosquilleo que confunde la realidad, al ritmo acelerado que provoca el compás de un jazz, suave, lento, sin miedo al final, a sus cambios bruscos de pulsaciones. Traspasan los reflejos que distinguen el hilo del humo grisáceo desvaneciéndose en la nada, consumiendo el tiempo mientras recorro sus piernas infinitas desde lejos, esquivando silencios y permisos en las fronteras para llegar a aquello que esconde, aquello que nadie conoce y que algunas veces le gusta abandonar a su suerte en la oquedad del olvido, entre los pliegues de las sábanas y el roce con la desnudez.
La atmósfera se transforma, cambia sus tonos oscuros, confusos, ambiguos, por un vehemente rojo, lleno de delirios y contratiempos rítmicos que logran desgarrar el alma, y arruinan la razón imponiendo la locura. Pero su presencia siempre esquiva rehúsa súplicas, reproches o cualquier tipo de contacto que pueda provocar un acercamiento disimulado entre dos cuerpos extraños que no saben muy bien cómo han ido a parar a allí. Y piensa, calcula concienzudamente el siguiente paso, el gesto, la mirada capaz de arrebatar en un suspiro todo el aire existente de tu alrededor, un vacío lleno de misterios, de miedos que poco a poco logran desbordarse en el eco de una voz quebrada mientras el vaivén de la gente, no menos ajena que tú, aturde la nitidez con la que percibes su silueta acorralada por sombras y matices que, a veces, te cuesta distinguir.
Continúa. Los latidos imitan sin contrariedad al ritmo voraz que escuchan dictado por aquel piano capaz de hacer estremecer hasta el rincón último de la piel.
Atónita, afónica, la mente se enreda deliberadamente entre presagios utópicos e imágenes quiméricas que jamás llegaron a avistar tus ojos, y la voz que crees escuchar de sus labios no es más que el anhelo que procesan tus entrañas, tus vísceras reclamando un destello de luz aural capaz de calmar el ansia que te consume por dentro. Y así vas, de un lado para el otro sin necesidad de razonar, obligándote a seguir, sin tiempo que parar, hasta que miras el reloj y son las 3, y mañana tienes que madrugar como cada maldito día. Es la misma rutina semanal, la misma mierda de cada mes que se fracciona y se convierte en el hábito diario de aguantar y estar, o no. Pero vueles al recuerdo, cedes ante el instante eterno en el que solo sus ojos alumbran el camino que pierde el sentido, que se desvanece al no mirar atrás y ya no recuerdas el punto en el que te has perdido. Así que avanzas por un único impulso, una razón insustancial que late en el pecho y bombea sangre dándote la vida.
Atónita, afónica, la mente se enreda deliberadamente entre presagios utópicos e imágenes quiméricas que jamás llegaron a avistar tus ojos, y la voz que crees escuchar de sus labios no es más que el anhelo que procesan tus entrañas, tus vísceras reclamando un destello de luz aural capaz de calmar el ansia que te consume por dentro. Y así vas, de un lado para el otro sin necesidad de razonar, obligándote a seguir, sin tiempo que parar, hasta que miras el reloj y son las 3, y mañana tienes que madrugar como cada maldito día. Es la misma rutina semanal, la misma mierda de cada mes que se fracciona y se convierte en el hábito diario de aguantar y estar, o no. Pero vueles al recuerdo, cedes ante el instante eterno en el que solo sus ojos alumbran el camino que pierde el sentido, que se desvanece al no mirar atrás y ya no recuerdas el punto en el que te has perdido. Así que avanzas por un único impulso, una razón insustancial que late en el pecho y bombea sangre dándote la vida.