Noto como mi cuerpo lentamente entra en estado de dependencia hacia una nota, un ritmo, un conjunto de instrumentos, acompañados por una voz. Hablo de música. Música que produce miles de sentimientos diferentes, y reproduce recuerdos de una infancia, recuerdos de momentos en que la felicidad era mayor que cualquier otra cosa, recuerdos a una persona que era capaz de hacerte olvidar el sufrimiento.
Y sí, la música siempre ha sido un pilar fundamental en mi vida, pero últimanente la he necesitado más que nunca, me he convertido en una musicodependiente, música en grandes dosis para calmar la tristeza, las paranoyas.
Cada segundo, cada nota que se aprecia es comparable a un orgasmo dispuesto a cambiarte el estado, de producirte una sonrisa que inunde tu cara, llegando a lo más alto con un simple movimiento. O por el contrario, hundirte en la mayor de las tristezas mientras los acordes reviven una mala etapa, un mal día, reproduciendo de nuevo lágrimas, que aumenten la rabia contenida mientras los reproches se apoderan de tu mente, se escapa el odio, el sufrimiento por la mirada, por tus dilatadas pupilas y tus rojos ojos cristalinos por el cúmulo de lamento, de sollozo, de lloro deseante de caer, precipitarse por tu tez hasta llegar al cuello y deslizarse hasta perderse.