Tan solo la oscuridad me conmueve.

Tan solo la oscuridad me conmueve. El silencio se apoderaba de mi habitación en la que unos cuantos rayos de luz conseguían entrar tras la persiana que encerraban el aire. Paredes con restos de sangre provenientes de violentos ataques contra ellas, llenos de furia y rabia contenidas. Sollozos. Lágrimas. Pensamientos que inundaban mi cabeza, donde las preguntas sin respuesta cada vez eran mayores. Y volvía a hacer su presencia el silencio.
No comprendía la situación. No entendía la postura que había tomado, ni la circunstancia a la que había llegado. No encontraba esperanza, tan solo desconsuelo. 
Mi mente era incomprensión, y la desesperación no me dejaba pensar con claridad. Se agudizaban los sentidos, y el sonido de las agujas del reloj cada vez era más intenso. Tan solo podía escuchar ese sonido, un irritante sonido producido por las manecillas que aumentaba por momentos, hasta tal punto que se podía apreciar un leve eco. 
No tenía ganas de pensar, ni buscar respuestas a esas preguntas, ni compadecerme, ni llorar. No tenía razón de ser. Tan solo miraba a la nada, y escuchaba con atención los sonidos de mi alrededor. Cerraba los ojos, oscuridad. Abría los ojos, me encontraba en la misma situación.
Notaba una incómoda presión en los nudillos, los mismos que los que anteriormente había frustrado mi ira. Pero enseguida ese dolor se desvanecía, lo olvidaba cuando mi mente decidía no prestarle más atención, más importancia, y continuaba observando la oscuridad.
La idea de arrancarme la vida había pasado por mi cabeza en más de una ocasión, en aquel preciso instante en el que nada era todo. Pero automáticamente venía a mi cabeza la imagen de una persona formada, con estudios, con valores firmes e imprescindible para alguien. Esa persona era yo. Ser alguien era mucho más fuerte que lo contrario, y cesaba en el intento. Descartaba esa opción. Me propuse  metas, objetivos, dando algo de esperanza a mi ser. Lejos. No me podía permitir acabar en aquella isla, sin escapatoria, la cual, desde hacía ya tiempo, aborrecía. Tal vez era lo poco que había vivido, aprendido, todo el camino que me quedaba por delante, lo que me hacía ser tan impulsiva, pero todo mi futuro ya estaba planificado. Tan solo dos años más, dos años en ese supuesto paraíso, y podía cambiar toda mi vida, respirar aire, aire de verdad. Tenía previsto irme a Madrid. ¡Madrid! Adoraba aquel lugar, aquella imponente ciudad. Tuve la suerte de poder visitarlo en repetidas veces a lo largo del año. Disfrutaba como una niña pequeña cada vez que paseaba por sus transitadas calles, congestionadas de gente que andaba a un ritmo acelerado, pensando en sus qué hacer, en su cosas y sin prestar atención a la gente que, al igual que ellos, las recorrían apresuradamente. Me fascinaba el poder perderme por esas calles, teniendo una ligera idea de donde me encontraba. Admiraba sus fachadas, tan antiguas y a su vez tan bien conservadas. Y sus parques, sus plazas, el acento y el argot de sus gentes. Podía imaginarme con facilidad una vida allí. Era un bonito sueño que me había propuesto hacer realidad.
La idea de ir repasando paso a paso el mañana, me permitía airear el pensamiento, olvidarlo todo, y tranquilizarme. Esa ciudad me tenía, y me tiene, loca. Es inimaginable que el tan solo pensarla, me haga tanto bien. Pero tenía que volver a la realidad. 
Otra vez aquel dolor en los nudillos. 
Encendí la lámpara. Aquella luz tenue me molestaba, pero no quería reprimirme de nuevo en el silencio y la oscuridad.
Al cambiar de postura, noté como la almohada estaba húmeda. Me incorporé y me senté al pie de la cama. Acaricié aquel trozo de tela y a continuación, lo hice con mi cabello. Había olvidado por completo que, antes de todo aquello, me había duchado, y no me había dado tiempo a secarme el pelo.
No quería salir de el dormitorio. Había decidido permanecer allí. Estiré la espalda, los brazos. Llevé mis manos hasta mi rostro, el cual recorrí con las yemas de mis dedos desde el lagrimal, repasando las ojeras con firmeza, hasta el hueso temporal, y desde ahí, bajé hasta la nuca, acariciando mi cuello, estirándolos de una lado hacia el otro. Aparté las manos, y a continuación las apoyé en el colchón, dando impulso a mi cuerpo hasta llegar al borde, deslizando mis pies descalzos sobre el frío suelo. No lo dudé. Me dirigí hacia el lugar en el que guardaba el paquete de tabaco, saqué un cigarro, el mechero, y sin pensar en nada más, me dispuse a subir la persiana para salir a la terraza. No tenía fuerzas. La alcé lo suficiente para poder pasar, aunque fuera en cuclillas. La luz de el exterior me cegó. Agaché mi cuerpo, pasando por debajo, y tal cual pisaba el suelo de fuera, encendí en cigarrillo. En ningún momento pensé en si mi madre llegase a aparecer de repente, no me importaba tan poco, tan si quiera que el olor pudiera colarse hasta mi cuarto. En realidad, ya todo me daba igual, y mientras tragaba el humo, notando como pasaba por mi garganta hasta llegar a los pulmones, observaba detenidamente aquellos muñecos con los que jugaba en la infancia, anhelando esa época en la que lo más importante era invertarse una historia que recrear con los juguetes.
Volví a mi. O no. Pero me hipnotiza el ver como el humo escapaba del espacio en el que yo me encontraba. El tiempo se consumía. Habían pasado varias horas. Inspiré la última calada, y tiré la colilla mientras expulsaba los restos. Me agaché de nuevo para regresar a aquel bucle sin salida, bajé la persiana, y pude percibir como el olor del tabaco se había quedado preso.
Me abalancé sobre la cama y apagué la luz.
La oscuridad volvió a hacerse presente junto al silencio.
Estaba totalmente apática. La necesidad de música se unía a la de salir de allí. No podía más. Recordaba aquellas palabras que prohibían la única forma de sobrevivir que encontraba. "Olvídate de todo y todos, especialmente, olvídate de irte con tu padre a vivir". No lograba comprender, entender. 
Me sumergí en mi propio mundo. Entonces fui un cuerpo, no un ser.